lunes, 25 de febrero de 2013

Oscar, una de cal y otra de arena





Por avatares del destino resulta que no me ha sido posible ver la película más importante de la temporada. Me refiero a The Master, de Paul Thomas Anderson. Como la Academia de Hollywood se encargó de dejarla prácticamente fuera de la competición por el Oscar, no haberla visto supone un mal menor de cara a dar mi opinión sobre lo que han sido los premios este año. De cara a todo lo demás, es algo que remediaré tan pronto como pueda. No es la primera vez ni la última (de hecho, es habitual) que la película considerada por muchos expertos como la más valiosa del año no reciba el trato que merece en estos premios o se quede sin opciones de antemano. Estamos acostumbrados. Injusto o no, lo cierto es que con Anderson fuera de combate quedaron finalmente en liza títulos de nivel medio (Los miserables, La vida de Pi, Bestias del sur salvaje),  medio-alto (Silver linigs playbook, Django desescadenado) y alto-muy alto (Argo, Amour, Lincoln). No he podido ver la polémica Zero Dark Thirty, pero a buen seguro aventuro que estaría en el último grupo de las que he citado. En todo caso, la parrilla de salida para esta temporada era de las más aceptables que podemos recordar.


Valga esta clasificación inicial para hacerse una idea de lo que pienso del reparto de cabezones dorados en esta ocasión, que se presentó como la más impredecible de los últimos años, aunque luego se fue definiendo. En principio todas las películas contaban con similares opciones para alzarse con varios galardones, en tanto que ninguna había despuntado especialmente en los premios concedidos por las asociaciones de críticos ni había conocido una de esas aplastantes campañas que las acaban conduciendo al éxito. Esta situación inicial cambió cuando Argo se llevó por delante el Globo de Oro y el Bafta, entre otros, quedando así como la favorita oficial. 



 Grant Heslov, Ben Affleck y George Clooney, los productores de 'Argo'


Y efectivamente, se ha llevado a casa el premio gordo. Lo comenté el año pasado a propósito de The Artist y lo vuelvo a comentar éste: es tradición que la película ganadora empiece a recibir toda clase de comentarios negativos sólo por el hecho de salir triunfante. De Argo he leído que es manipuladora y simplista, que la dirección de Ben Affleck  es de andar por casa, que sólo se dedica a exaltar un triunfo diplomático de la CIA para regodeo de los estadounidenses. Pocos comentarios así se dieron sobre ella en el momento de su estreno, cuando se la trató como lo que es: una vibrante mixtura de thriller, acción, drama, sátira y comedia sólidamente planteada y aún mejor ejecutada, que pivota entre Irán y el mundo de Hollywood, perfectamente encajados gracias al guión, y proporciona dos horas de entretenimiento muy completas sin apenas tropiezos. Merecidos son también los premios de guión adaptado y montaje que ha recibido. Quizás la mejor película de cuantas iban a competición era la dolorosamente lúcida Amor, de Michael Haneke, pero ya sabemos que la Academia arriesga poco a la hora de otorgar el máximo galardón. Amor al menos ha ganado como película de habla no inglesa (ahí sí, no tenía rival).


 
La Academia ha desperdiciado la ocasión única que tenía
de premiar al importantísimo cineasta Michael Haneke 


La categoría que constituía una mayor incógnita esta vez era la de dirección. Todos saben que de haber sido nominado, Ben Affleck habría salido vencedor (y no habría estado mal), pero fue víctima de una extraña maniobra de los votantes que le dejó fuera de las nominaciones a él y a Kathryn Bigelow, a Quentin Tarantino y a Paul Thomas Anderson. La cosa quedó entre las opciones fáciles (Steven Spielberg y Ang Lee), las extrañas (Behn Zeitlin y David O. Russell)...y Haneke. Parece mentira que la Academia no haya sabido aprovechar esta ocasión de oro para reconocer la labor del austríaco, autor fundamental del cine de nuestros días. Lo habrían hecho por un trabajo de una inteligencia y maestría arrolladora. En vez de eso, el cabezudo ha acabado en manos de Ang Lee, un extraordinario y versátil cineasta que acudía en esta ocasión con su película más floja en mucho tiempo, La Vida de Pi, donde su labor es buena pero nada trascendente. Si ha sido una consolación por haberle dejado con la miel en los labios cuando Brokeback Mountain (su mejor film y uno de las mejores del S.XXI) perdió como mejor película, no han elegido precisamente la mejor ocasión para hacerlo. Puestos a plantar a Haneke, al menos podían haberse decantado por la excelsa lección de cine que se marca Steven Spielberg en Lincoln.



La cinta de Lee ha terminado como la más premiada de la noche, al llevarse también a casa los premios de fotografía, música y efectos especiales. Personalmente considero su estética demasiado kitsch, incluso hortera por momentos, a lo que contribuyen especialmente la fotografía y los efectos. Pero no se puede negar que están tratados con sumo cuidado y en sí son brillantes. Premios, por tanto, merecidos. 
'La Vida de Pi', una estética exagerada pero meritoria





Lo menos acertado de esta edición han sido los premios interpretativos. Nadie discute que Daniel Day Lewis está soberbio como Lincoln y que se merecía el cabezón dorado. Pero había ganado dos veces anteriormente, y la Academia podría haber dejado espacio para otros actorazos aún sin reconocimiento, como Joaquin Phoenix. Sucede rara vez, pero cualquier opción entre los actores secundarios habría sido buena. Todos ellos habían ganado el premio con anterioridad y están más que consagrados. Al final los académicos han dejado clara su debilidad por Christoph Waltz, auténtico animal de la interpretación que se comía un divertidísimo y verborreico papel, cortesía de Quentin Tarantino. La debacle viene cuando hablamos de las actrices. Desde el mismo momento en que Anne Hathaway fue fichada para Los miserables sabía que iba a ganar el Oscar, siendo su actuación una de esas que no por meritoria se antoja menos prefabricada. Su rostro demanda continuamente el premio siempre que está en pantalla. Mientras tanto, la naturalidad y aplomo de Helen Hunt en Las sesiones (papel, por cierto, mucho más complicado que el de la Hathaway) se ha quedado a dos velas. Aún peor es el premio a la actriz protagonista. Frente al veterano talento de una Emmanuelle Riva inmensa en Amor, la Academia ha preferido premiar a Jennifer Lawrence por un papel más bien discreto. La chica tiene tablas y 22 años. No hubiera pasado nada por esperar a un mejor momento para reconocerla. 

 
Los afortunados actores ganadores



Nuevamente, el Oscar al guión original ha sido prueba de un inmovilismo incomprensible. Si el año pasado recayó en manos de Woody Allen, éste ha ido para Tarantino, que en Django Desencadenado da buena muestra de sus habituales virguerías en la escritura. Sin embargo, no deja de ser una opción complaciente y algo fácil. A Tarantino debieron cubrirle de gloria (más allá del guión) en 1994, cuando Pulp Fiction. La sensación de quizá no vuelva a hacer una película como aquélla conduce a que se aproveche el mínimo resquicio para premiarle. No digo que no se lo merezca, pero había propuestas igualmente válidas y más refrescantes entre los candidatos. Que se lo digan a Wes Anderson y su maravillosa e ignorada Moonrise Kingdom.



Inmovilista ha sido, como siempre, el premio al mejor vestuario, para Anna Karenina. La regla es, si la película es histórica y las prendas muy vistosas, tienes el premio garantizado. Esta vez yo apostaba por haberle concedido todos los premios de diseño a Lincoln, extremadamente detallista, minucioso y perfectamente correspondiente al tiempo que ambienta. Al final han caído más del lado de Los miserables, habrá que conformarse.

El cuidadísimo y magnífico diseño de producción de 'Lincoln'



Nada que objetar al galardón conseguido por Adele con Skyfall. Al igual que Hathaway, también ella sabía que participar en el Bond de Sam Mendes era un premio seguro. La canción está muy bien, así que no nos vamos a quejar. La música también ha sido protagonista del mejor documental, el muy interesante Searching for sugar man.



Para terminar y como curiosidad, sólo comentar que el mejor montaje de sonido ha tenido dos ganadores, Skyfall y Zero Dark Thrity, lo cual dice mucho del igualadísimo nivel que muchas categorías presentaban. No suelen darse muchos empates, pero ciertamente son una estupenda solución para no dejar a nadie de vacío, más cuando son merecidos.



En general el resultado de estos Oscar ha sido un batiburrillo no demasiado acertado, especialmente en los premios más importantes. Pero como ya comenté, hay que quererlos como son. Esta cosecha ha deparado cintas muy estimables. Al final lo que importa es que las hayamos visto, con o sin Oscar. El año que viene, más.  

martes, 12 de febrero de 2013

Las Obras de mi Vida (IV): Baladas de Chopin




Notando que llevaba ya bastante tiempo sin desvelar ninguna responsable de mi amor por la música clásica, he decidido que era hora de continuar el ciclo, en este caso acercándolo por primera vez al que fue mi instrumento durante los tiempos del conservatorio: el piano (aún hoy aspiro a tocarlo de forma medianamente decente). Aunque su condición de instrumento total (con su capacidad polifónica y su enorme cobertura de registros) le ha permitido mantener una posición privilegiada a lo largo de la historia (nunca se ha dejado de componer para él) y aunque el catálogo de obras a disposición de los pianistas es inacabable, al final no son tantas las que reaparecen con insistencia en los programas y todo el mundo sueña con tocar. De las que lo hacen, la gran mayoría pertenecen a la misma pluma: la de Frederic Chopin. 

El famosísimo daguerrotipo de Chopin
 



Es bastante común entre músicos bromear con el supuesto amor desmedido que los pianistas profesan al polaco, así como criticar que con frecuencia incluyan en conciertos piezas suyas porque no tienen otra cosa con que rellenar el programa. Tonterías aparte, su música, quizá el más modélico estandarte del sentir romántico, con su delicado lirismo, su apasionada transparencia y su innegable belleza, nunca dejará de atraparnos por más que nos la sepamos de memoria. Hablando ya no a nivel auditivo sino interpretativo, tocar Chopin es una delicia. A pesar de las dificultades técnicas que presenta su obra, nadie como él consiguió que la mano se sienta tan cómoda, natural y libre cuando se mueve por las teclas.  



Chopin nunca fue muy amigo de las formas preestablecidas y por ello cultivó casi siempre las libres, donde podía transcribir con fidelidad el dictado de su sentimiento, que era cambiante y caudaloso pero siempre brillante (aún en sus pasajes más oscuros siempre queda un rescoldo de luz). Así, escribió pocas sonatas y sí muchos valses y nocturnos, mazurcas, scherzos y sus ineludibles estudios, entre muchas otras. Pero considero personalmente que el mayor grado de perfección lo alcanzó en sus 4 baladas, obras que quizás sean lo más sublime que se ha escrito nunca para piano. Pocos hay que no hayan grabado u ofrecido en concierto su versión de ellas, son piezas maravillosas que todo el mundo quiere hacer suyas. Para ilustrar la entrada he elegido versiones de grandes intérpretes, pero hay miles donde elegir, y sorprende lo muy distintas que pueden llegar a ser entre sí. 
 



Mi primer contacto con las baladas de Chopin se produjo en un concierto especial que dieron en llamar Las Cartas de Chopin. Durante el mismo se alternaron lecturas de diversas epístolas del compositor con interpretaciones de sus obras a cargo de dos pianistas (Ludmil Angelov y Barbara Hesse). Entre ellas se encontraba la Balada nº3, durante mucho tiempo mi preferida del conjunto y la única que he llegado a tocar. Un tiempo después caería prendado de la nº1 (quizá la más famosa), cerrando el ciclo con la nº2 y por último la nº4. A pesar de haberse escrito independientemente y en años diferentes, las 4 muestran una indisoluble unidad de conjunto, en cuanto a coherencia de motivos temáticos y sonoridades, siendo cada una perfecto complemento de las otras tres. Me gusta considerar las baladas como una especie de cuatro estaciones de Chopin:






Compuesta entre 1835 y 1836, es la viva imagen del otoño. Por momentos casi se pueden ver alfombras de hojas removidas por el viento en sus melancólicas figuraciones. El pasaje de octavas que la abre, uno de los más reconocibles de la historia de la música, viaja desde un fundamental y básico Do hasta un interrogante fa#. Ni rastro de la tonalidad principal. Desde ese lugar extraño empieza a desgranar un canto triste pero de una belleza extrema, que se irá modelando y acrecentando con el desarrollo de la pieza. Poco a poco, escalas arrebatadas irán cobrando protagonismo hasta hacerse con él definitivamente en el impresionante final. Es sin duda la más lucida y heroica de las cuatro baladas, también la más bella. No es de extrañar que Roman Polanski la eligiera para terminar de destrozar al espectador en el momento cumbre de su obra maestra El pianista. En el vídeo, podéis escucharla en versión de Martha Argerich.



 




Escrita entre 1836 y 1839, es la más sencilla (en cuanto a estructura) de las tres, basada en la confrontación de un tema sosegado y campestre con otro diabólicamente enfurecido. El primero me evoca un amplio campo cubierto por la nieve, de ahí que la asocie al invierno. También el pasaje rápido tiene un color frío y cortante, muy invernal. Uno y otro toman la palabra alternativamente hasta desembocar en una calma reminiscencia del comienzo, más taciturna ya que cambia la tonalidad a La menor. En el vídeo, en versión de Krystian Zimermann
 






De 1841, encantadoramente poética y colorida, representaría la primavera. Presenta un largo tema introductorio que no vuelve a hacer aparición hasta el final, totalmente cambiado de carácter (de cálido y distendido a épico y espectacular). Entre medias, el bucólico tema central transita un sinfín de tonalidades y se va adornando y acelerando hasta conducir al archiconocido pasaje climático que trae de cabeza a todos cuantos tocan la pieza pero es de una belleza arrolladora. Desde ahí, una contínua acumulación de sonido pone la brillante y noble rúbrica de la pieza. En el vídeo, en versión de Vladimir Ashkenazy (el pasaje en cuestión, a partir de 5:40)








Data de 1842 y es la más larga y enrevesada de las cuatro. También la que más tarda en conquistar al oyente, quizá dada la madurez de su escritura y su complejidad estructural. Melódicamente remite a todas las anteriores, por lo que puede parecer a priori una mera repetición de ideas, cuando en realidad es una suma de todas ellas, un compendio mejorado, un perfecto broche. La pieza es siempre cálida y luminosa, puede emparejarse con el verano. Comienza con un tema similar al de la nº2 en modo optimista, para después remitir a la elegancia de la nº1 con menor carga melancólica. Según se desarrolla, aparecen capas de color que la emparentan con la nº3. Motivos de unas y otras se entrelazan pero ante todo la pieza mantiene una firme personalidad, siendo musicalmente la mejor de las 4. En el vídeo, en versión de Maurizio Pollini, probablemente el mejor pianista en materia chopiniana.