sábado, 24 de marzo de 2012

Las Obras de mi Vida (I): Introducción y Quinteto



Inicio con ésta una serie de entradas que estarán destinadas a confesaros mis vicios musicales de mayor envergadura, esto es, aquellas obras de música elevada, culta, clásica o como se quiera llamarla que a lo largo de mi vida se han ido convirtiendo en mis obras, aquellas que con mayor precisión encajan en mi sensibilidad o que considero las más sublimes y perfectas. En definitiva, arte por encima del bien y del mal, armonía por encima de nosotros mismos. 


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De todos los géneros que conforman el espectro de la música culta siento predilección desde hace bastante tiempo por la música de cámara. Generalmente, cuando los compositores crean piezas para instrumentos solistas lo hacen no sólo por las piezas en sí mismas sino para explotar su conocimiento técnico del instrumento y sacar a relucir el virtuosismo del intérprete. Cuando abordan la gestación de una obra orquestal lo hacen para demostrar poderío y experimentar con la alta gama de recursos tímbricos a su alcance. A partir del romanticismo muchas veces aprovechan la grandeza orquestal para introducir motivos literarios y filosóficos paralelos. No digamos ya cuando estamos frente a la escritura de obras corales y espectáculos de ópera. Sin embargo, la música de cámara es la que más se acerca al hecho musical sin aditamentos, a lo que de hecho hace a la música harto poderosa: su naturaleza abstracta. Es por esto que donde multitud de piezas para instrumentos se presentan en forma de estudios, nocturnos, baladas o conciertos, por citar unas cuantas, y donde multitud de obras sinfónicas se presentan con subtítulos que describen su contenido, las obras de cámara suelen quedarse en simples sonatas, tríos o cuartetos. Es por esto que muestran la cara menos ambiciosa de sus artífices y a la vez la más auténtica, donde realmente se manifiesta la personalidad, la entereza y el alcance de la obra de un compositor. Y también, pero esto ya es cosa mía, la que consigue una belleza armónica más esencial, equilibrada, y por otra parte más difícil de lograr, al contar no sólo con un timbre pero tampoco con demasiados, manejando los sonidos justos.

De todos los que dedicaron una parte sustancial de su trabajo a la música de cámara, nadie extrajo de ella nada semejante a Franz Schubert. Sus obras no siempre son perfectas en cada compás como las de Mozart, no dinamitaron las formas y los registros como las de Beethoven, tampoco retuercen sus armonías como las de Brahms o Dvorak. Pero su delicadeza, refinamiento, pulcritud y pura belleza es mucho mayor que las de todos ellos y que la de cualquier otro. Schubert es emoción y sentimiento con mesura y contención, situado en el punto exacto que separa la frialdad del arrebato, recogiendo lo mejor de ambos. Por si no ha quedado claro, es mi compositor favorito.


Es por esto que, como no podía ser de otro modo, concedo el privilegio de inaugurar la serie a mi obra predilecta, que es de cámara y es de Franz Schubert. Se trata del Quinteto para cuerdas en Do M, sutilísima apoteosis artística. Debo indicar que para mí, dentro de las diversas combinaciones camerísticas hay una que considero la más excelsa, la que de verdad contiene la Pureza del arte musical, con mayúsculas. Se trata del tradicional cuarteto de cuerda, formado por dos violines, una viola y un violoncello. Al conjugar esos cuatro instrumentos se abre un mundo de posibilidades sonoras a la vez reducido e infinito, limpio y abarcable pero con altísima capacidad de conducirnos más allá de nosotros mismos. Tiene gracia entonces que mi obra preferida sea un quinteto, donde Schubert, mediante la insólita adición de un segundo violoncello, consiguió llegar aún más allá y crear la armonía más profunda que existe. No la más profunda porque haya llegado hasta lo más hondo del arte musical, hasta su núcleo mismo (para eso están algunas obras de Bach y Beethoven), sino por llegar hasta lo más hondo de nosotros como sus receptores. Creo que ninguna otra obra tiene la capacidad de penetrarte como esta, por lo menos, no de una forma tan poética y milagrosa.

Pongámonos en situación. Schubert, un prodigio que a los 31 años ya había compuesto 600 lieder, 9 sinfonías e innumerables obras para de piano y cámara, predijo su temprana muerte con este quinteto, compuesto en 1828, último año de su existencia. Lejos de ponerse trágico se decantó por lo esperanzador, si bien no le restó un ápice de seriedad al asunto. Ante el hecho definitivo de su vida, Schubert decidió hacer explotar (contenidamente, como acostumbraba) un artefacto de plena belleza que resultase a la vez luminoso y tenebrista. Llama la atención que para esta obra eligiera la tonalidad de Do M, la más básica de todas cuantas hay, aquella con la que primero se trabaja y se aprende música, ya que para tocar su escala no hace falta pulsar en el teclado nada más que las teclas blancas, una tras otra. Es por esto que su empleo habitual es para temas infantiles o motivos alegres y festivos. Sin embargo, jamás ha sonado más oscura que este quinteto, ni se han extraído de ella unos desarrollos tan introspectivos y de semejante emotividad.

La demostración más palpable de ello es el complejísimo primer movimiento, de una elegancia y exquisitez que cortan la respiración. Su tempo, allegro ma non troppo y su compás (4/4) son una de las combinaciones que mejor aguanta desarrollos épicos y de larguísima duración. En este caso, la épica es de interior, muy lírica, con un continuo juego de diálogos (de inmaculado texto) entre los 5 instrumentos, donde la combinación de melodías, toques y registros obra el milagro. El movimiento se va a los 15 minutos, para quien esto escribe, los más gloriosos de toda la historia de la música. Desde que lo escuchara por primera vez en una iglesia de un pueblecito de Soria allá por 2003 no ha dejado de fascinarme. Juzgad vosotros:


Si bien mi movimiento es el primero, para la mayoría de la gente la verdadera gema es el Adagio, el segundo y más solemne de los movimientos, arrebatador, indescriptible. Sus progresiones, repletas de giros puramente schubertianos nos dejan muy empequeñecidos pero a la vez plenamente reconfortados. Tal es su fuerza que el famoso violoncellista Pau Casals pidió que fuera lo último que escuchara en la vida, el cineasta Jim Jarmusch, en su peculiar oda al arte llamada Los límites del control, lo empleó como paradigma de la idea que transmitía su película, y el fabuloso poeta José Hierro, en Cuaderno de Nueva York le dedicó un señor poema. Cito algunos fragmentos:


“Franz ―todos― bebe copas, copas, copas
de un oro ajado, de un resplandor marchito,
una luz madura en otras tierras
diluidas en la memoria.


“Paralizado, congelado, el tiempo
va adquiriendo la pátina de estar atardeciendo,
otoñándose sobre el mar,
sobre la muerte, sobre el amor, sobre la música
que se libera, misteriosamente,
de nadie sabe qué prisiones.”


“La nave fantasmal ―pero real― navega
sobre el amor, sobre la muerte
(también sobre el olvido),
y glisa sobre el arpa de las olas,
navega sobre el agua como el laúd sobre la música
(y es que música y mar tienen el mismo origen).
Este mar lleva dentro mucha música,
mucho amor, mucha muerte.
                               Y también mucha vida.”




Al igual que ocurrió con la Sinfonía Incompleta, que se quedó con dos movimientos y en ello reside todo su encanto, este quinteto podría no haber tenido una sola nota más y seguiría siendo lo que es. Aun así, los dos últimos movimientos, menos trascendentes que los primeros, acaban por virar la pesadumbre de la obra hacia un espectro donde la luz empieza a preponderar.
El Scherzo pone por vez primera algo de movimiento e ímpetu en un conjunto que se había caracterizado por el tempo reposado. Aparecen sonoridades algo más agresivas que Schubert se encarga de contrastar con maestría mediante un intermedio lento que conecta melódicamente con el Adagio. Pero donde aquél revestía sus melodías con tristeza, éste lo hace con poesía. Es dramático, pero mucho más alentador. E igualmente sublime:


Para demostrar finalmente que su canto del cisne es esperanzado, Schubert finaliza el quinteto con un movimiento mucho más ligero que los anteriores, un Allegretto juguetón donde, ahora sí, la tonalidad de Do M se explota de forma más habitual. Como parte final, tiene mucho de recapitulación y reminiscencias a lo anterior, pero todo suena ahora con una sonrisa esgrimida, con la convicción del que no se siente asustado ante el fin porque sabe que ha cumplido.



A mí, que no soy Schubert ni José Hierro ni Pau Casals, sólo me queda admirar profundamente que el Ser Humano pueda haber legado al mundo una obra como ésta. Dado que no puedo corresponder con algo de su altura, espero al menos habérosla descubierto o redescubierto para que os acompañe siempre y no deje de haceros pensar que por cosas como ésta bien vale la pena vivir.


En los siguientes enlaces podeís encontrar el poema de José Hierro completo así como la gran versión del quinteto, interpretada por Isaac Stern, Alexander Schneider, Milton Katims, Paul Tortelier y Pau Casals.